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jueves, 20 de junio de 2013

NO TODO TIENE SU FINAL RECUERDOS DEL CANTANTE

NO TODO TIENE SU FINAL RECUERDOS DEL CANTANTE


NO TODO TIENE SU FINAL
“Y nadie pregunta si sufro, si lloro,
Si tengo una pena que hiere muy hondo..”
Fragmento “El Cantante”
Rubén Blades


Lo recuerdo claramente. La fecha, 29 de junio de 1993, horas de la tarde. El sitio, barrio Country Sur de Bogotá. Recibí una llamada de mi amigo Óscar Leonardo Castro. Estaba llorando y se notaba que había bebido. Lo primero que me imaginé fue una noticia trágica de alguno de sus padres. No me quiso decir nada, solo que me esperaba en el almacén de muebles de su papá, sobre la décima con 33 sur, a tres cuadras de la casa donde yo vivía. Leo se había convertido en mi mejor amigo y por consiguiente sentía gran aprecio por toda su familia. La incertidumbre era total. 


Llegué al almacén y mi amigo estaba sentado frente a una pequeña mesa de madera, con media botella de aguardiente Néctar destapada que iba por la mitad y con el infaltable Marlboro en su boca. Había otra canequita desocupada, cajetillas de cigarrillos, copas plásticas en el piso en medio de pequeños charcos de licor, colillas por todos lados, varios CD (por supuesto de salsa) apilados en perfecto desorden y una grabadora con música de Willie Colón a alto volumen.

Leo se quedó mirándome, con los ojos hinchados y la mirada perdida por la tristeza y el alcohol.

- ¡Ay, Jairito… se murió Héctor Lavoe!

Debo confesar que al comienzo me dieron ganas de matarlo. ¿Eso era todo?, pensé, con el grato alivio de saber que sus padres estaban bien.

Después pude comprenderlo. Mi gran amigo era un fanático declarado del gran Héctor Juan Pérez Martínez, y el jíbaro de Mochuelito acababa de partir para siempre. Su colección de vinilos y discos compactos era la más completa que había visto. En su habitación, colgado en la pared, había un retrato enmarcado y con vidrio antirreflejo de la portada del álbum “De Ti Depende”, el de Periódico de ayer, Vamos a reír un poco, y Mentira, pintado por su cuñado Óscar Nieto, compañero de interminables farras de salsa y bohemia.

Casi veinte años han transcurrido desde la muerte del extraordinario sonero de Ponce. Dos décadas sin su voz cristalina, sin el sabor que imprimía a guaguancós, descargas y bugalús, sin ese hipnotizante sentimiento que lo poseía cuando interpretaba un bolero. En el mundo de la salsa encontramos decenas de extraordinarios cantantes, pero indudablemente Héctor Lavoe pertenece a un grupo muy selecto del que solo hacen parte genios como Ismael Rivera, Celia Cruz, Tito Rodríguez, Cheo Feliciano, Tito Gómez y Beny Moré. Grandes entre los más grandes, inigualables, insuperables.

La apasionante vida de “El Cantante” no tardó en convertirse en leyenda urbana. Y es que resulta difícil encontrar otra existencia tan marcada por el sino de la tragedia. Una historia precedida por la de Chamaco Ramírez y continuada por la de el loquito Frankie Ruiz, quienes a pesar de haber perecido en diferentes circunstancias, la causa fue la misma: la ruleta rusa de las drogas, el eterno infierno de los artistas que sucumben ante el encanto peligroso de delirantes viajes, placenteros y engañosos, que siempre arriban al mismo destino.









Las biografías de Lavoe y la película protagonizada por Marc Anthony y Jennifer López coinciden en el ambiente pesado de las rumbas de Nueva York, en los “regalitos” de sus propios compañeros y amigos del traqueteo, en una adicción imposible de superar en gran parte por la indiferencia de sus seres cercanos, de un enfermo incurable que perdió total interés por seguir viviendo a causa de dolorosas tragedias familiares que lo sumían cada vez más en la depresión y la desesperanza. Artísticamente la película no es buena, y se encasilla en el lado oscuro de la vida de la estrella, algo fuertemente criticado por seguidores y medio artístico, pero mostró una realidad que muchos quieren seguir ocultando. 


La célebre composición de Rubén Blades es una fiel radiografía de su tormentosa vida, y en general, del drama de los ídolos que caen en desgracia: tener que salir al escenario a cantar, a cumplirle a su público aunque anímicamente estén destrozados por la muerte accidental de un hijo, por haber perdido su casa en un incendio, por padecer una enfermedad incurable y mortal. Sonreír forzosamente, con la máscara bien puesta, hasta que caiga el telón, para que la gente no crea que sus inalcanzables ídolos también son seres de carne y hueso que lloran y sufren. El síndrome del artista famoso que popularizó el otro Blades, Roberto, el de La Inmensidad.

Por eso lo mejor es conservar el recuerdo de Héctor el artista, del jovencito que llegó de Ponce a aventurar a los “nuevayores” para hacer lo que más le gustaba: cantar. Del flaco desgarbado y ojeroso que grabó por primera vez, por allá en el 65 con la New Yorker; que se abrió paso con el maloso del Bronx; que soneaba de tú a tú, sin complejos, con los grandes del momento en el All Stars más exitoso de la historia; que fue invitado especial del rey del timbal para grabar dos álbumes en tributo al bárbaro del ritmo; del intérprete de magistrales piezas musicales que perdurarán en el tiempo; de La Voz, El Cantante de los Cantantes, el Rey de la Puntualidad, como le gustaba que lo llamaran, como lo seguiremos llamando. 


A dos décadas de su partida no ha habido otro que se le llegase a acercar un poco como vocalista. Apenas una pésima copia, llamada Van Lester, que utilizó su memoria para hacer unos cuantos pesos, así como lo continuaron haciendo los dueños del emporio Fania con compilaciones y reediciones de sus álbumes.

El Cantante se ha transformado varias veces. Primero fue Héctor Juan, el hijo de Luis Pérez y Francisca Martínez, después se convirtió en Héctor Lavoe, y finalmente se volvió leyenda, lo que solo logran los genios.

Así que eso de que “todo tiene su final”, es puro embuste.
 
Por: John Jairo Usme
AMIGOS E IMPULSORES DE LA SALSA SAN MARTIN, META
 
 







lunes, 4 de marzo de 2013

PSICOLOGÍA DEL COLECCIONISMO



PSICOLOGÍA DEL COLECCIONISMO
Por: John Jairo Usme
 
 Como melómano declarado y coleccionista, es mi deseo compartir con ustedes mi artículo “Psicología del Coleccionismo”.

Espero sea de su agrado y como siempre, quedo a la espera de sus comentarios sobre el escrito y el tema.


Su opinión es muy importante.

Muchas gracias.
 
 

“Los coleccionistas son seres egoístas que no entienden por qué los demás no comprenden su pasión por la música; “¿Por qué no son tan apasionados como yo?”, inquieren; y es que no solo sienten la música, la letra de las canciones o tonada y el ritmo, sino que disfrutan llenar los vacíos reales o virtuales de los espacios destinados a los discos, portadas, letras y partituras que los llevan a colmar su gozo secreto. De hecho, todos los días despiertan con la ilusión de encontrar la pieza que encaje en su delirante juego de rompecabezas”.

Enrique Chao

Como psicólogo de profesión y melómano de corazón, hallé el tema perfecto para escribir un artículo que combinara la disciplina científica con la pasión musical: el coleccionismo, visto desde el ámbito psicológico. El coleccionismo es algo apasionante porque nos permite abordarlo desde varias perspectivas. Desde lo social y cultural, hasta lo clínico, el hábito de coleccionar se ha convertido en materia de investigación por parte de estudiosos de las ciencias sociales.

Cuando hablamos de coleccionismo y coleccionistas de discos, resulta inevitable relacionarlo con el concepto de melómano. Algunos consideran que por regla general todo coleccionista es melómano, lo cual no es absolutamente cierto. No hay que olvidar que el auge de la compra y venta de acetatos ha dado pie al surgimiento de comerciantes que acumulan pastas con el único objeto de venderlas al mejor postor (o al mejor marrano, ustedes escogerán el adjetivo).




Entiéndanme, no estoy criticando el comercio ni a los comerciantes de vinilos. Me molestan, eso sí, los usureros descarados que venden discos de $10.000 en $100.000 con la mayor desfachatez.

Solo quienes desarrollamos una profunda pasión por la música podemos entenderlo. Es una extraña sensación de bienestar extremo. Adquirir discos de vinilo o cd’s se convierte en un delicioso placer, y aún más, disfrutar del preciado tesoro que se acaba de conseguir: el hecho de admirar la carátula, limpiar el disco, ponerlo en la tornamesa, escuchar el scratch, y guardarlo junto a los demás ejemplares de nuestra colección, es todo un significativo ritual mágico y único.

Sin embargo, esto que para nosotros parecer normal, para psicólogos, psiquiatras y sociólogos ha sido materia de estudio en búsqueda de respuestas a interrogantes tales como: ¿por qué coleccionamos?, ¿qué conduce a las persona a acumular objetos?, ¿es un hábito sano o es para preocuparse?

Indudablemente el coleccionismo, en su justa medida, es un hobby enriquecedor que aporta beneficios psicológicos en cuanto al desarrollo de habilidades con la memoria, el orden, la paciencia y la constancia. Hasta aquí podríamos hablar de una “patología sana”, como lo definió el Dr. Vallejo-Neira, quien sintetizó la visión positiva del coleccionismo basado en la motivación, la necesidad de una actividad libre, la autosuperación, la autoafirmación, la búsqueda de aceptación, y el algunos casos, la misma vocación de artista. Otras bondades que ofrece el coleccionismo son el desarrollo intelectual, el lenguaje y la socialización, y facilita superar el aislamiento social.

Pero los laberintos de la mente ignoran los límites de las “justas medidas”.

El hábito de coleccionar también tiene su lado oscuro, y ocurre más frecuentemente de lo que se puede imaginar. La gran mayoría de coleccionistas de discos son compradores compulsivos y esta es la forma más sencilla de identificar una patología mental. Es un riesgo que corre cualquier fanático, pues sin darse cuenta, pasa de ser un simple aficionado a un individuo obsesivo, capaz de derrochar su capital, descuidar su familia y desperdiciar su tiempo en algo que a todas luces no deja de ser más que un mero pasatiempo.




De hecho, la psicopatología moderna define el coleccionismo obsesivo como “una conducta ligada a naturalezas maníacas y megalómanas, estrechamente relacionada con comportamientos premórbidos, como la usura o la avaricia”. En términos cristianos, esto significa que un coleccionista “enfermo” puede observar incrementos anómalos del estado de ánimo, así como delirios de grandeza, poder, riqueza u omnipotencia y obsesión compulsiva por tener el control.

También se afirma que coleccionar objetos de manera exagerada es síntoma de un trastorno obsesivo-compulsivo, del cual existe una variante conocida como “Síndrome de Diógenes” (personas que viven solas y llenan ese vacío acumulando objetos) y adicción a las compras, patologías mentales que padece aproximadamente el 12% de la población (López, 2001).

¿O acaso no les ha pasado, amigos coleccionistas, que van pasando por la calle 19 o el mercado de las pulgas, y sienten la inevitable necesidad de ir a comprar discos?

Lo curioso del asunto es que acumular objetos es un hábito que la mayoría de personas hemos tenido en algún momento de nuestra vidas. En mi caso ha sido una constante: a los 11 años empecé a coleccionar comics de Kalimán, Arandú, Águila Solitaria, Memín, Fuego, El Valiente, y cuanta publicación lanzaba al mercado la Editora Cinco. Llegué a tener más de 1.200 ejemplares que por obra y gracia de mi papá fueron a parar a la basura; después me dediqué a los llaveros, la filatelia, la numismática, y a guardar celosamente diarios con noticias históricas. De todo eso, solo conservo los periódicos. Más adelante, cuando me apasioné por la salsa, inicié mi colección de acetatos, hábito que había dejado de lado pero que retomé el año pasado.

Lo que resulta coincidente en las fuentes que he consultado, es que coleccionar es sinónimo de amar, y resulta infructuoso buscar motivaciones para explicar este fenómeno. Obviamente, en el caso nuestro, la pasión por la salsa es el motor que nos lleva a adquirir las producciones de nuestros ídolos. Eso es lo que podemos decir de labios para afuera, lo extrínseco. Pero no hay forma de acercarnos al elemento sentimental, a lo que internamente nos motiva a aumentar nuestra existencia personal de vinilos.

También se afirma que los coleccionistas combinan instintos que van desde lo delicado hasta lo vulgar, desde lo espiritual hasta lo primitivo, y casi siempre, evidencian un egoísmo extremo.

Pero pese a todo lo que dicen los estudios sobre los coleccionistas pasivos y patológicos, no se puede dudar que estos siempre son tratados con respeto en sus círculos sociales. Los encuentros de melómanos y coleccionistas dan fe de ello. Este tipo de eventos le han dado realce, relevancia, reconocimiento a un hábito, que más allá de lo clínico y psicológico, ha permitido que la cultura por la buena música se conserve, que se sigan escuchando los clásicos, que se continúe apostando por lo artístico y que existe una inmensa minoría para quienes es fundamental comprar solo original. Y aquí vale la pena reconocer que el coleccionismo brinda un aporte valiosísimo en el espectro socio-cultural: contribuye a la creación de nuevos estímulos culturales y educativos y materializa el legado del pasado para conservarlo como heredad de inmenso valor, tanto pecuniario como histórico.

Retomo los interrogantes planteados al comienzo de mi escrito para tratar de darles una definición personal: ¿Qué es un melómano?, pues un amante de la música, una aficionado a la melodía, no necesariamente un “fanático” (cuyo significado textual nos puede remitir nuevamente a perfiles patológicos) o experto. Por eso sostengo que es tan melómano quien colecciona acetatos como quien descarga archivos digitales. No solo es melómano el coleccionista, investigador y musicólogo. También puede serlo quien compra el cd, quien va al concierto, quien no se pierde el programa radial ni el de videos musicales o quien va al bar periódicamente a escuchar la música de su agrado. ¿Qué es un coleccionista (de música)?, un melómano cuya pasión por determinado género o artista lo lleva a dedicar parte de su vida a adquirir sus discos. La calidad de coleccionista no se adquiere por la cantidad de acetatos que posea en sus estantes, sino por el hecho de adquirir regularmente, comprados, regalados o intercambiados, piezas musicales de su predilección. Aquí abro un paréntesis para referirme a algunos personajes mezquinos que consideran que solo es coleccionista quien tiene varios miles de discos en su haber. Nada más absurdo. Es tan coleccionista quien posee diez mil acetatos como quien acaba de empezarla. Es tan coleccionista quien tiene toda la colección de Machito como el que posee la de Eddie Santiago. Es tan coleccionista Paul Mawhinney, quien tiene dos millones y medio de discos, como yo, que entre vinilos y cd’s apenas llego al millar.

No es una cuestión de números: se trata de una forma de vida.

Por fortuna, son muchas más las personas humildes, amables, sencillas, y sobre todo, libres de sentimientos egoístas, con quienes he tenido el placer de compartir mi afición por la música. Uno de ellos, mi buen amigo Luis Alfonso Buitrago, quien perdió absoluto interés por seguir comprando música y prometió dejarme su extensa colección de acetatos, me pregunta cada vez que puede: “¿y para qué seguir comprando más mugre si todo se puede conseguir gratis por internet, para que se muera y sus hijas los boten a la basura o los regalen?”.

Entonces yo le contesto: nosotros somos un poco como esos acetatos: circulamos por ahí, tenemos una vida útil, y después, vamos a parar a la basura. Además, ¿a quién le importa pensar lo que pase mañana si después que muera no voy a saber qué van a hacer con mi música?

El coleccionismo es un delicioso placer que solo nosotros sabemos experimentar y podemos entender.

usmedelgado1972@yahoo.es
Twitter: @usmejohn



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